USO DE
RAZÓN. DICCIONARIO DE FALACIAS |
Argumento
AD VERECUNDIAM, apelación a la vergüenza o a la
reverencia |
Falacia en la
que, para intimidar al adversario, se apela a una autoridad que no está bien
visto discutir. El Papa, el propio Padre Santo ha bendecido
hoy al Sr. Corleone. ¿Es usted más listo que el Papa? (De la película El
Padrino III).
En esta falacia se produce un engaño con tintes dogmáticos que
cierra el paso a cualquier crítica del argumento y acaba con la discusión. Es
una falacia bautizada por Locke hace trescientos años, pero llevamos milenios
empleándola. Podríamos llamarla Falacia de la Autoridad Reverenda,
entendiendo por tal la que parece digna de respeto y veneración, esto es, casi
infalible y, a todas luces, indiscutible. Imaginemos que, en una disputa
escolástica medieval, alguien citara como apoyo una opinión de Santo Tomás.
¿Quién osaría contradecir al doctor angélico? Nadie: por respeto, por ignorancia,
por timidez, para no ser objeto de la chacota universal. Calicles— Así pues, si alguien por
vergüenza no se atreve a decir lo que piensa, se ve obligado a contradecirse.
Sin duda tú te has percatado de esta sutileza y obras de mala fe en las
discusiones.[1]
Lo habitual es apelar a una autoridad que no se pueda criticar
sin desdoro. Donde antes decíamos Santo Tomás (que no tiene ninguna culpa en ésto), pongamos que nos citan al fundador del partido, al pueblo soberano, a
la opinión de la mayoría, a lo que todo el mundo acepta, a lo que se considera
normal... y vendremos a encontrarnos
en una situación muy incómoda para criticar o rechazar lo que se nos impone.
Es obvio que esta falacia juega con las emociones del contrincante.
Explota la timidez ante los grandes nombres y tapa la boca por respetos
humanos, por temor a las conveniencias sociales, por no parecer desleal a lo
que debiera ser reverenciado, en una palabra: por vergüenza. A los espectadores les afectan las
fórmulas que usan los oradores hasta la saciedad: "Quién no lo sabe?
¡Todo el mundo lo sabe!". Y el que escucha, avergonzado, asiente, con
el fin de participar en lo que todos los demás saben. Aristóteles.[2]
El argumentador falaz explota la confusión entre dos tipos de autoridad.
Está por un lado la del que más sabe (cognitiva), que admite un examen
crítico, nos autoriza a comprobar su fiabilidad, y se muestra abierta al
debate. Pero está, por otro lado, la autoridad del que más manda (normativa),
como pueda ser la de los dioses, los maestros o los padres, todos los cuales
están en condiciones de pronunciar la última palabra en los asuntos bajo su
control sin necesidad de justificarla. La falacia ad verecundiam apela a
una autoridad que se supone cognitiva, esto es, que deriva su peso argumental
de la razón, pero que se comporta como puramente autoritaria y no deja otra
opción que obedecer el mandato, seguir el camino indicado, tomar la opinión
recibida como obligatoria e indiscutible. No se trata simplemente de una falsa
autoridad que oculta sus deficiencias. Estamos ante una autoridad que no admite
examen y considera insolente la réplica.
Es un abuso dogmático que nos deja indefensos, porque cuando uno
de los participantes interviene desde las alturas, investido de poder (propio
o transferido por la autoridad que cita), mientras al contrario se le esposa por
los tobillos, el combate resulta desigual y deja pocas opciones al inferior:
callar, pasar por insolente o parecer imbecil. La primera condición para discutir
con libertad es que las autoridades reverendas se despojen del halo de su
cargo y desciendan a la arena sin más padrinos que su razón. Como se ve
estamos ante una condición de imposible cumplimiento. Andrómaca— Temo que el hecho de ser
yo tu esclava me niegue la palabra aunque tenga mucha razón y, si venzo, verme
acusada por ello de haber hecho un daño.[3]
Hace siglos que la autoridad reverente se emplea para erradicar
como herética, traidora o antisocial toda opinión divergente que pudiera perjudicar
los criterios establecidos. En los primeros quince años de existencia de ETA,
el argumento callejero que cerraba el paso a cualquier comentario crítico ante
el asesinato del día era: Algo habrá hecho, esto es, Algo (malo)
habrá hecho (o pretendido) la víctima. En opinión de la mayoría, ETA era
una organización experta en ciudadanos malandantes que velaba por el bien del
pueblo. No podía equivocarse ni en la elección de las víctimas ni en los
procedimientos: ETA no mata porque sí, alguna razón habrá tenido. ¿Por
qué era eficaz esta insidia, es decir, porqué silenciaba las críticas
tamaña petición de principio? Porque era un argumento ad verecundiam.
Si lo políticamente correcto era pensar bien de ETA, la osadía de criticarla,
amén de otros riesgos, equivalía a convertirse en un ciudadano bajo sospecha
a los ojos de los convecinos más progresistas.
Estamos ante un sofisma sectario, dispuesto para proteger el dogma,
para silenciar cuanto pueda debilitarlo. Es el preferido de los aficionados a
rasgarse las vestiduras. No es que no quieran oír porque la palabra les
produzca alguna suerte de urticaria. Pretenden que nadie escuche para que
nadie sea persuadido. El argumento ad verecundiam busca el silencio.
Caracteriza a toda sociedad bienpensante celosa de sus principios. Los
marxistas popularizaron en su día este tipo de irracionalidad que rechazaba toda
idea de origen ilegítio, esto es, todas las ideas que no
fueran
marxistas-leninistas. Los intransigentes del extremo contrario despreciaban toda
propuesta que no gozara del nihil obstat eclesiástico.
Lo emplean con profusión y desparpajo quienes pretenden encarnar
la exclusiva de algunos valores: ¿Hay algo más tonto que un obrero de
derechas?
Ni todos los obreros ven al patrón como enemigo, ni guarda
relación la inteligencia con la posición política, ni todos los patronos son
de derechas. En cualquier debate parlamentario tenemos ocasión de descubrir
expertos en democracia, en libertad, en sentido social, en derechos humanos
que enarbolan los valores como si fueran patrimonio de su familia y contemplan
a sus prójimos de soslayo y con menosprecio. Sócrates— Tratas de asustarme, noble
Polo, pero no me refutas.[4]
En la actualidad, conforme crecen corrientes irracionales que imponen
dogmáticamente sus criterios, no se precisa mucho esfuerzo para sufrir las disciplinas
de esta falacia. Los bienpensantes de hoy, por ejemplo, todos los partidarios
del llamado pensamiento PC (Politicamente Correcto), comparten la
rigidez mental de los bien pensantes de todos los tiempos, y hostigan a
cuantos no siguen la corriente por atreverse a pensar o actuar de una forma
que ellos consideran escandalosa, perversa, desviada, herética, o reaccionaria.
Si, en un determinado asunto, percibimos que todas las opiniones
que se escuchan van en la misma dirección mientras en la contraria resuena el
silencio, es que el sectarismo impregna el ambiente y los prudentes se callan. Cualquiera que sostenga sus pretensiones
por medio de autoridades semejantes, cree que, por eso mismo, debe triunfar,
y está dispuesto a calificar de impúdico a toda persona que ose contradecirlas.
Eso es—pienso— lo que puede llamarse argumentum ad verecundiam. Locke.
En suma:
la falacia
ad verecundiam (al
respeto o a la vergüenza)), en lugar de ofrecer razones, presenta autoridades
elegidas a la medida de los temores o respetos del adversario. Apela, pues, a
la vergüenza que produce rechazar a una autoridad que se supone indiscutible.
Es una posición dogmática cuya expresión paradigmática:
Magister dixit, fue popularizada por los discípulos de Pitágoras
como expresión suprema de toda argumentación..
El sofisma populista es un simple variedad de esta falacia, en la que la opinión común se reviste de autoridad reverenda. Por ejemplo:
Polo— ¿No crees que quedas refutado, Sócrates, cuando dices cosa tales que ningún hombre se atrevería a decir?. En efecto, pregunta a alguno de éstos.[6]
Véase también Sofisma patético. |
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Revisado:
mayo de 2005 |
[1]
Platón: Gorgias, 483a.
[2]
Aristóteles: Retórica,
1408a.
[3]
Euripides: Andrómaca.
[6] Platón:
Gorgias, 473e.