USO DE
RAZÓN. DICCIONARIO DE FALACIAS |
SOFISMA
POPULISTA o Argumento ad populum, también conocido como Falacia
de apelación a la multitud |
Se trata de
una simple variedad de la falacia ad
verecundiam. En ella el lugar de la autoridad reverenda lo ocupa la
opinión más extendida, a la que se apela como si se tratara de la archiesencia
de la verdad.
Se basa en la supuesta autoridad del pueblo, de una
mayoría
o, simplemente del auditorio, para sostener la verdad de un argumento, como si
la razón dependiera del número de los que la apoyan: no es posible que
tantos se equivoquen, dicen. El recurso es evidentemente falaz, porque
de lo que dicen muchos lo único seguro es que lo dicen muchos, y lo más
probable es que se trate de un interés, un prejuicio o una pasión colectiva. Demóstenes— Si lo dudas,
interrógales, o más bien yo lo voy a hacer por ti. ¿Qué os parece, varones
atenienses? ¿Esquino es huésped de Alejandro o mercenario suyo?... ¿Oyes lo
que dicen?[1]
La imaginación anglosajona la bautizó como Bandwagon fallacy,
esto es, Falacia del carro de la banda, refiriéndose al de los músicos
en los festejos electorales, al que se encaraman los entusiastas del
ganador. Es la misma idea que nosotros, hijos de Roma, reflejamos con la
expresión: subirse al carro del vencedor. En este sentido, se supone
que una idea ha de ser cierta cuando todo el mundo la acepta: Debe ser una película estupenda, porque
hay unas colas enormes en la taquilla.
Algunos confunden la verdad con el número de manifestantes,
porque mezclan las diversas verdades en juego. La verdad de lo que opina la
mayoría se puede expresar en el número de asistentes a una manifestación: es
verdad que 24654 dicen X (verdad estadística); pero, por muchos
manifestantes que se reúnan, no sabremos ni una palabra más acerca de lo bien
fundada que pueda estar su reclamación.
Recurrir al número de los que opinan algo es una vía legítima
cuando se trata de medir el alcance de una opinión. Solamente podemos
conocer lo que piensa la mayoría preguntándoselo. Ahora bien, si nos dicen que
el 64% de los jóvenes adora la música bacalao, no lo entenderemos como
un argumento a favor de la bondad de tales sones, sino como un dato que
expresa un gusto juvenil. Del mismo modo, cuando analizamos un sondeo que mide
la popularidad de los políticos, no concluimos que los ciudadanos escogen bien
o mal, no entramos a considerar si tienen o no razón. Nos limitamos a constatar
cuáles son sus preferencias. No pedimos que nos desvelen la verdad, sino que
den su opinión.
Estamos ante una falacia cuando se intenta probar mediante el
peso de la opinión cosas que no son opinables. Para averiguar si Sevilla tiene
más habitantes que Barcelona, las creencias de la mayoría son irrelevantes
(bien pudiera ocurrir que una mayoría pensara que tiene más Sevilla). Apelar a
opiniones populares para sostener algo que debe ser comprobado objetivamente
es una falacia de opinión, un mal argumento basado en una pésima autoridad. Todo
el mundo no es una fuente concreta, no es imparcial y, generalmente, ni
siquiera está bien informada. Sócrates— Sobre lo que dices vendrán
ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros, si deseas
presentar contra mí testigos de que no tengo razón. Pero yo, aunque no soy más
que uno, no acepto tu opinión; no me obligas a ello con razones, sino que
presentas contra mí muchos testigos falsos.[2]
Si existe alguien capaz de sostener hoy una cosa y mañana la
contraria, sin más fundamento que el calor de los acontecimientos, las
sugestiones de una película, o la moda, ese alguien, al que Hobbes llamó Leviathan,
es la opinión pública. No existe opinión alguna, por absurda
que sea, que los hombres no acepten como propia, si llegada la hora de
convencerles se arguye que tal opinión es “aceptada universalmente”. Son como
ovejas que siguen al carnero a dondequiera que vaya.
Schopenhauer. [3]
A este mismo tipo de sofismas corresponden la apelación a la
tradición (siempre se ha hecho así) y la apelación a la práctica
común (todo el mundo hace lo mismo). Mi padre nunca permitió que su mujer le levantara la voz. —¿Por qué saqueaste aquella tienda
durante el motín callejero?—Todo el mundo lo hacía.
Hay situaciones en que nos dejamos llevar por la corriente
porque, como decía San Agustín, da vergüenza no ser desvergonzado;
pero esto es una explicación, no un argumento. Lo que hagan otros o lo que hicieran
nuestros abuelos, no ofrece ninguna garantía de acierto. Son argucias que se
emplean para intentar justificar (mal) una acción, olvidando que las
conductas deben apoyarse en sus propios
méritos, no en los actos ajenos. Como señala una frecuente recriminación
materna: ¿Así que, si otros se tiran por la ventana, tú también te tiras? Cuando algún diputado quiera afirmar una teoría absurda o apoyar una idea descabellada, tenga la precaución de decir: Esta norma se sigue en el extranjero. Si desea dotar de mayor y más prestigiosa ambigüedad al concepto, insinúe sencillamente: Porque como ocurre en todas partes… Wenceslao Fernández Flórez.[4]
Se puede combatir esta falacia rechazando la razón del número y
su carácter de autoridad parcial y mal informada, pero es preferible aportar
ejemplos y comparaciones: Si juzgamos la calidad de las películas
por las colas de las taquillas, deberíamos colocar en la cúspide El último
cuplé.
Dicen los japoneses que la caza y
consumo de delfines forma parte de su cultura. También formaba parte de su
cultura la discriminación de la mujer y ahora la combaten.
Hay quien llama sacrosantas costumbres a sufrir hambre, pasar
frío, padecer enfermedades, soportar abusos, enterrar a los hijos y quemar
herejes. ¡Ah, los buenos viejos tiempos! |
|
||
Revisado:
mayo de 2005 |
[1] Demóstenes: Sobre la corona.
[2]
Platón: Gorgias.
[3] Schopenhauer: Dialéctica Erística (Estratagema 30).
[4] W. Fernández-Flórez: Acotaciones de un oyente I, 71.